Fragmento
página 46-48 de "El Descubrimiento de la soledad"
Déjeme avanzar; me
gustaría hablar antes de lo doloroso, del tormentoso sufrimiento que
lleva aparejado esta absurda costumbre de existir, porque, créeme,
Darío, yo, como tú, no sé cómo se vive, solo he ido improvisando,
déjame hablar del amor: Déjame hablar del amor, la dicha y de la
felicidad. Pero debo explicarme un poco o te irás de mi casa con
mayor confusión de la que has traído. -Le escucho. -Martin me hacía
feliz, pero reconozco que mi marido, Mark, no me era del todo
desagradable. Mark era un hombre de negocios, una personalidad más
semejante a la mía; era, al igual que yo, una persona pragmática
que me quería y me aceptaba como su mujer, con todo lo bueno y lo
malo que eso conllevaba. Nunca quiso el divorcio. Él luchó siempre
por nuestra relación. La vida con Mark era sencilla, no tenía
escollos; todo eran facilidades. Sin problemas, sólo pequeñas
alegrías, y quizás eso fue un agravante para que no le abandonara.
Ya te he comentado que nunca he destacado por mi valentía. Martin
encarnaba para mí otros valores fundamentales en la vida, como la
aventura, la pasión y la novedad, pero también la profundidad de
sus ideas, la originalidad de los planteamientos que dominaban su
intensa vitalidad, y la energía que liberaba con cada gesto. Eran
dos personalidades contrapuestas, dos opciones de vida contrapuesta.
Y yo navegué durante varios años entre aquellos puertos. Martin me
hacía latir el corazón, pero a Mark lo necesitaba, y a veces en la
vida es difícil elegir entre esas alternativas. -¿Se arrepiente?
-Desde luego. Martin era un huracán que latía, hervía y mantenía
relaciones esporádicas con otras mujeres. Yo no podía decirle nada,
ya que nunca renuncié a mi relación con Mark, por cobardía, pero
desde luego me hacía sufrir, pensar que el hombre al que realmente
quería se veía con otras mujeres. Nosotros no estábamos hechos el
uno para el otro.
Disculpa estas lágrimas
tontas que, seguramente, resultan ridículas a mi edad. -No se
preocupe. Entonces ¿le quiso? -le pregunté. 47 -Lo amé como no he
amado a nadie: me enamoré perdida y locamente de él, y mis miedos
me impidieron ser completamente feliz. Y ahora me va a permitir que
me vaya a retocar un poco. No me puedo dejar ver así. Se levantó
despacio, y como un animal herido caminó lentamente, cruzando el
salón como un rayo de sol vespertino, que, cansado, parece divagar
entre las formas para dar sentido a una realidad que ya se duerme.
Los seres humanos somos extraños. Aquella señora había amado como
se debe amar, de la única manera aceptable, y no se había atrevido
por razones puramente egoístas a querer. Es inaudito. Nos pasamos la
vida buscando hasta que encontramos lo que queremos, y cuando lo
hallamos salimos huyendo en dirección opuesta. Quizás sea ese el
destino de nuestra condenada estirpe, esa insatisfacción continua,
que, sin duda, nos hacen avanzar como especie. Di un largo trago al
cóctel y miré los objetos del gran salón. Cuadros de artistas de
renombre, una cuidada biblioteca, valiosas antigüedades, y recuerdos
de valor diseminados por la estancia. Había vivido bien, pero dudaba
que Ágata hubiese sido lo que suele considerarse una persona feliz.
Mi anfitriona volvió a aparecer de nuevo con una copa en la mano y
un cigarrillo encendido en la otra. -Me has ayudado a rememorar aquel
amor, aquel dolor, aquella pasión, y te voy a proporcionar la manera
de contactar con Martin. Sé que desapareció hace mucho tiempo, que
nadie conocer su paradero, pero hace unas semanas me llegó una carta
sin remite alguno. Era él. Después de tantos años. En ella había
un pequeño papel arrugado que contenía un teléfono, y otra vez una
sola frase: Amada luz que sueña ser sombra, llámame. -¿Y usted qué
hizo? -inquirí, curioso. -Nada. No quiero verle. Aquí tiene su
teléfono -concluyó, y me tendió un papel con un número
garabateado. -Gracias -repuse, temblando. Allí estaba el teléfono
de Martin Cross. Lo guardé con cuidado en mi cartera. Estaba
contento.
Ágata me había dado
información, y, además, el modo de contactar con Cross-. Muchas
gracias -repetí. 48 -Como verás, las lágrimas no cesan, por lo que
te voy a pedir que te marches y me dejes llorar en paz.
Disculpa esta manera de
echarte, pero necesito estar sola. Has despertado muchos recuerdos
que, si no estaban dormidos, al menos no querían hacer daño, y
ahora me voy a servir otra copa para beber por aquella época y por
lo que en los tempestuosos años siguientes se ha perdido. Adiós,
Darío, ya sabes dónde está la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario