Existen
novelistas por los que tenemos una predilección especial. Las razones son
tan diversas como particulares: el recuerdo del momento en que los leímos
por primera vez, aquello que aprendimos u olvidamos gracias a sus libros o
simplemente (aunque haya pocas cosas más difíciles) porque nos maravilló su
forma de narrar, de expresar aquello que quizá todos pensamos pero sólo
unos cuantos logran plasmar por escrito.
De entre los autores japoneses que en todas las épocas nos han deslumbrado
con su particular modo de ejercer el arte de escribir, Yukio Mishima es, para el que firma esta
crítica, El Escritor. Puede que
por técnica, temática o impacto, otros sean considerados, acertadamente,
más relevantes.
No lo discuto. Ni
siquiera me importa. Baste con citar a otro coloso, Yasunari Kawabata: “No comprendo cómo me han dado el
Premio Nobel existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce
la humanidad solo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para
las palabras”.
Que un premio Nobel como Kawabata le dedique un elogio tan sincero, merece,
al menos, una breve presentación. Yukio Mishima (Tokio, 1925 – 1970),
seudónimo de Himitake Hiraoka,
nació en Shinjuku en el seno de una familia burguesa. Apenas un año después
de comenzar su trabajo como funcionario en el Ministerio de Finanzas,
dimitió para dedicarse a una carrera literaria que despegaría
definitivamente en 1949 con la publicación de “Confesiones de una máscara”. Le seguiría una prolífica
producción, con numerosos éxitos y premios, como el Yomiuri,
el Shincho o el Kishida
Kunio en teatro.
Personaje controvertido, azorado por la deriva moral y la occidentalización
en la que se había sumido Japón, se suicidó, el mismo día que envió al
editor su última novela (“La corrupción de un ángel”) y tras atrincherarse
en una instalación militar, al grito de: “Larga vida al emperador”.
Queda claro que
es en el terreno de la pasión donde nos sitúa Mishima. Precisamente por
eso, y a pesar del claro consenso en lo que a su impronta en la literatura
universal se refiere, raro es el caso de quien tras haberse iniciado en su
océano literario se confiesa indiferente. Lo amas o lo odias, lo adoras o
lo detestas. El término medio, donde según Aristóteles está la virtud, pocas veces
se encuentra entre sus lectores como pocas prevaleció en su vida.
Un genio que inunda su prosa de lirismo,
capaz de alcanzar la exuberancia desde la sobriedad y que desborda
elegancia, delicadeza y precisión en cada frase, en cada palabra.
Esto depende, sospecho, de la “ruta” que
hayamos decidido seguir para llegar a puerto. Porque el destino siempre es
el mismo, la excelencia; pero la travesía puede resultar muy distinta.
Algunos zarparán de un precioso muelle con el sol como bandera, navegarán
por aguas mansas acompañados de delfines y avistarán tierra entonando
alegres canciones (“El rumor del oleaje”, “El marino que perdió la gracia
del mar”).
Otros, tendrán que alcanzar a remo su
nave, luchar contra temibles tempestades y soportar como el frío cala hasta
sus huesos y el salitre les quema los ojos mientras ven, a duras penas,
como muchos prefieren rendirse y saltar por la borda (“El pabellón de oro”
o, en menor medida, la tetralogía “El mar de la fertilidad”).
Entre los viajes que podemos calificar de apacibles, aunque no por ello
menos estimulantes, está “Vestidos de Noche”.
Publicada en 1967, y por lo tanto, una de sus últimas obras, narra el
compromiso y posterior enlace de dos jóvenes de la alta sociedad japonesa.
Es Ayako Inagaki, la
prometida, el personaje a través del cual se nos irá revelando la trama, si
bien será su futura suegra, la señora Takigawa, el
epicentro de la novela y las inquietudes del autor.
Porque Mishima va desgranando, una por
una, todas las vergüenzas de la high society tokiota de la segunda mitad del
siglo XX. Un grupúsculo de esnobs obsesionados con la comida, la
vestimenta, los modales y todo lo que, casi sin distinción, sea -o suene-
occidental. Gentes con unos antepasados que hicieron sus fortunas mediante
métodos, como poco, discutibles; y dedicadas, casi en exclusiva, a organizar
su calendario según las fiestas a las que asisten o tienen el placer de
celebrar.
Pero no todo es sátira. Hay cabida para las dificultades que surgen a la
hora de compaginar o amoldar las costumbres sociales y familiares del Japón
a los nuevos usos traídos de ultramar; las particularidades que, a causa de
tradiciones como el omiai (entrevista con fines matrimoniales concertada
por un tercera persona), afectan al nacimiento del amor y la complicidad en
la pareja; y los inconvenientes de juzgar las acciones de los demás con
excesiva premura.
Como
no podía ser de otra manera, cada conversación plasmada en la historia es
un manual de cortesía, desenvoltura, utilización del tempo y del lenguaje.
Mishima consigue que los silencios de los que siembra su obra estén
cargados de significado y que la incesante tertulia de las fiestas de
postín nos haga soñar con el seppuku. Pero si algo
destaca en esta novela, es la falta de pudor con la que el autor nipón
ataca a los que son blanco de sus mofas. Sin perjuicio de la refinada
ironía que se oculta tras cada frase, Mishima parece disfrutar como nunca
poniendo en boca de sus personajes anglicismos mediante los que parecer
sofisticados, y que como era de esperar, los convierten en nada más que
bufones.
Elijan el itinerario marcado por “Vestidos de Noche”
(Alianza, 2014) o no, quienes se aventuren a surcar las letras de Mishima y
resistan, sabrán, incluso antes de finalizar el trayecto, que han sido
guiados por un genio de la narración. Un genio que inunda su prosa de
lirismo, capaz de alcanzar la exuberancia desde la sobriedad y que desborda
elegancia, delicadeza y precisión en cada frase, en cada palabra.
La profundidad que nos transmite su mundo
deja entrever una realidad más allá de la que cualquiera pueda vivir, más
intensa, tal vez mejor. Podríamos mirar el mar durante toda nuestra vida y
nunca lo sentiríamos como Mishima nos lo cuenta.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario