‘Los hermosos años del
castigo’
En el Bausler Institut, un
internado femenino situado en el cantón más retrógrado de Suiza, el Appenzell,
se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y
demencia. En estos parajes por los que paseaba el escritor Robert Walser, y
donde se suicidó tras permanecer treinta años en un manicomio, se desarrollan
la infancia y la adolecencia de la narradora, quien las rememora desde la
madurez. En ese colegio imaginario que permanece, transfigurado, en la memoria,
la narradora se sentirá irremediablemente atraída por la «nueva»: hermosa,
severa, perfecta, figura enigmática que parece haberlo vivido todo, y que le
deja entrever algo a la vez sereno y terrible.
El estilo lacónico y terso, casi punzante, la sagacidad de las reflexiones más
sutiles, subrayan la intensidad de esta historia implacable. Hacen vibrar una
cuerda secreta en ese mundo desvinculado de la realidad, en que la vida se ha
visto «pasar por las ventanas». Entre el desconcierto, la atracción y el temor,
una insólita emoción trastoca al lector, como si en el centro de un jardín bien
cuidado viera cómo se desata una vorágine.
Fleur Jaeggy
Educando mujeres correctas
Fleur Jaeggy es deliciosamente
maligna y a todas luces distinta. En su libro autobiográfico Los
hermosos años del castigo, una niña de catorce años trata de vivir su
propia novela de formación mientras se mira en el espejo de la realidad.
Fleur Jaeggy va siempre a lo
esencial y, como si tuviera bien aprendida la involuntaria lección de Kafka,
consigue muchas veces en una sola página, y a veces en una sola línea, que se
haga visible de golpe, a modo de repentina revelación, la estructura desnuda de
la verdad. Ese pavoroso desvelamiento siempre llega acompañado de la inevitable
crueldad, jamás desligada de la rutinaria, aunque secreta, vida de la verdad.
Tal vez por eso se dice a veces de esta escritora que es tan peligrosa.
Pero es que su arte, al dejar sólo en pie lo
esencial, no tiene a veces salida más natural que la inteligencia y la
crueldad. La frialdad la añade la propia Jaeggy, y acaso sea éste el rasgo
suplementario más destacado de su estilo; un rasgo que acude siempre sigiloso a
su cita con las frases simples -algunas terriblemente sencillas- y que, en el
fondo, es también su trazo más divertido.
"Una cierta glacialidad
también revela sentimientos", dijo en cierta ocasión, y a algunos nos
recordó a Walser confesando en Jakob von Gunten que habría
querido decir muchas cosas pero no encontraba palabras para expresar sus
sentimientos. Y rematando así su confesión: "Fuera, en el patio, la nieve
caía en copos grandes y húmedos".
Y también nos recordó a Javier
Rodríguez Marcos cuando dijo que en Jaeggy, "desechado todo
sentimentalismo, es justamente el frío del ambiente el que otorga valor a los
sentimientos cuando éstos aparecen: el mismo valor que cobra en una morgue
cualquier señal de vida".
Cabe suponer que aquel día,
cuando ella habló de glacialidad, habló en serio. Pero a
algunos nos hizo reír. De felicidad inesperada. Porque para algunos su timidez
fue como un oasis de calor en pleno Ártico, como un aviso que hubiera venido a
recordarnos que en Jaeggy, después de todo, su rasgo más definido de estilo es
esa huella de humor helado que a la larga deja siempre una rara marca de agua
veraniega en sus lectores.
No está de más, si uno se acerca
por primera vez al mundo del frío de Fleur Jaeggy, tener en cuenta la
recomendación de Flavia Company, su traductora en El temor del cielo: "Olvídese
de todo lo que ha leído y de todo lo que va a leer.
Jaeggy es distinta". Y
suavemente terrible, habría que añadir. Sospecho que le gusta desenmascarar
públicamente la estupidez. En un penoso coloquio sobre Robert Walser en París
fui testigo de cómo era justamente despiadada con los ilustres escritores que
en el escenario no paraban de decir tópicos acerca del escritor suizo. Jaeggy
es deliciosamente maligna y a todas luces distinta, y la mejor forma de
acercarse a ella por primera vez es acudir a su libro de siete relatos, El
temor del cielo, donde se encuentra un cuento, 'Sin destino', que
junto con otro relato impresionante, 'Los gemelos' (también en el mismo libro),
me parece la más eficaz y rápida entrada en su mundo tan personal. Hay incluso
una leyenda que habla de que 'Sin destino' suele convertirse en un relato
siempre memorable para quien lo lee. ¿Accederá Marie Anne a dejar en manos de
unos ricos señores a su pequeña hija, a la que en realidad detesta? El
desenlace del cuento nos deja alelados, mirando nuestro destino.
Mejor dicho, mirando por dónde ha pasado
nuestro destino. Es un final que define muy bien el tipo de inteligencia,
inseparable de una extrema libertad mental, que exige la lectura de Jaeggy.
Pero lo mejor siempre llega con
su novela breve Los hermosos años del castigo, que pude releer
ayer con renovada admiración. Este libro se desarrolla -es un decir- en el
ambiente severo y claustrofóbico de un internado para jovencitas de buena
familia en Appenzell, en la Suiza alemana, años cincuenta. Que el libro se
desarrolla es sumamente discutible, ya que en el retrógrado Bausler
Institut de Appenzell nada en realidad se mueve, nada se agita. Y ya no sólo eso,
sino que la gélida educación para futuras amas de casa perfectas -perfección y
locura están relacionadas, piensa Jaeggy- parece encogerlo todo, incluidos los
sueños.
En medio del ambiente claustrofóbico de este
libro autobiográfico, una niña de 14 años trata de vivir su propia novela de
formación mientras se mira en el espejo de la realidad de su escuela: sórdida
fábrica de esposas correctas y de caligrafías de letra redonda y frases
simples.
La verdad es que pasé años
dedicado a admirar en secreto el delicado hilo de las frases simples y tal vez
por eso, cuando me encontré por primera vez con Los hermosos años del
castigo, las primeras palabras ("A los catorce años yo era alumna
de un internado de Appenzell") me recordaron al portentoso y simple comienzo
de Karen Blixen en su libro de memorias: "Yo tuve una granja en África, a
orillas de los montes Ngong". Vivir en las frases simples. Ese deseo de
otro tiempo regresó ayer cuando reencontré la sencillez dulce pero potente de
Jaeggy: "A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell.
El lugar por el que Robert Walser había dado
muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro
instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la
posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor (...) Es
una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser,
habríamos recogido una flor para él. También Kant antes de morir, se conmovió
cuando una desconocida le ofreció una rosa".
Suiza como gran lugar apacible,
lugar de formación de esposas perfectas y, en el fondo, monstruoso manicomio.
El Instituto Benjamenta de la novela de Walser y el Bausler Institut de Jaeggy
tienen puntos en común, y no es casual que la estructura deLos hermosos años
del castigo remita a la de Jacob von Gunten.
Walser aparte, y tal vez porque
dicen que la improvisación musical se genera en la misma región del cerebro que
se utiliza cuando se escribe narrativa autobiográfica, la voz narrativa deLos
hermosos años del castigo me ha parecido, en esta nueva lectura del
libro, que se ajustaba muy bien al tono de improvisación musical que tiene la
voz -modulación sometida a un juego pérfido- de la cantante del nada inocente
grupo CocoRosie.
Esa delicada voz de Jaeggy, tan falsamente
cándida, nos va introduciendo en el instituto Bausler, oscuro hermano de sangre
del manicomio de Herisau y perversa factoría de futuras mujeres correctas.
Ambiente sobrio, calmo, terriblemente reprimido, y muy suizo, très
suisse. "Je me suis suissidé", recuerdo que decía alguien
con toda la frialdad de este mundo. Voces bajas y constantes.
Ya en el cuento 'Los gemelos' se
leía, como anticipando la explosión de locura que cerrará, al cabo de los años,
la historia de aprendizaje en el Instituto de Appenzell: "Como si la
existencia no fuera sino una secuencia de voces, un alternarse de voces bajas y
constantes, bien educadas. Y finalmente una voz aullante, como fuera de sí, de
poseso".
Un ambiente sobrio y disciplinado
y aparentemente cómodo, pero que va dibujando las frágiles fronteras entre la
perfección y la locura, nos llevará hacia Fredérique, la "muchacha
altiva" que es amiga de la narradora y será la voz suavemente aullante,
desquiciada, que reencontraremos al final del fúnebre paraíso suizo.
Muchos años después, cuando hasta
el instituto se ha desvanecido ya de la memoria de todos, la narradora tendrá
todavía un recuerdo para aquel lugar donde no aprendieron a ser correctas y
buenas esposas y donde en realidad no aprendieron absolutamente nada, salvo a
ser unas perfectas inocentes modernas, lo que a la larga les dejó un rescoldo
infinito de odio hacia la contención y hacia las dulces cortinas de los
interiores burgueses: "Le dije a Fredérique que tal vez habían sido nuestros
pensamientos, o las emanaciones que habitan la edad de la inocencia, los que
habían destruido el Bausler Institut.
Y es que ella decía que la
inocencia era una invención de los modernos". -
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